domingo, 11 de septiembre de 2011

Día de La Merced

Como ustedes sabrán, el 24 de septiembre de cada año la Orden de la Merced, las personas encarceladas, el funcionariado de prisiones, voluntariado que visita las cárceles por amor al Dios que vive preso entre muros de cemento, rejas y alambradas,… celebran su fiesta grande: “Nuestra Señora de La Merced”.
Un vistazo rápido a la Historia.
La  Orden de la Merced es una Orden religiosa católica fundada en 1.218 por San Pedro Nolasco. Éste era un joven mercader de telas de Barcelona, empezó a actuar en la compra y rescate de cautivos, vendiendo cuanto tenía. La noche del 1 de agosto de 1218 se le apareció la Virgen María, le animó en sus intentos y le transmitió el mandato de fundar la Orden Religiosa de la Merced para la redención de cautivos. Esta advocación mariana, que nace en España, se difundirá por el resto del mundo. Fue así como Pedro Nolasco funda una orden dedicada a la "merced" (realización de una buena acción sin esperar nada a cambio).
Su misión era, pues, la misericordia para con los cristianos cautivos en manos de los musulmanes (el contexto histórico es el largo conflicto entre la invasión árabe y los reinos de mayoría cristiana en la península ibérica). Muchos de los miembros de la orden canjeaban sus vidas por la de presos y esclavos. San Pedro Nolasco y sus frailes serían muy devotos de la Virgen María y la tomaron como patrona y guía. Por eso la honran como Madre de la Merced o Virgen Redentora. En 1240, muere el fundador.
En 1776 se adopta un cambio en la redefinición de las funciones de esta Orden religiosa para ser más fieles al carisma fundacional atendiendo “las nuevas formas de cautividad” con características –vigentes hasta hoy- tales como:
  1. Aquéllas que oprimen y degradan a la persona humana;
  2. nacen de principios y sistemas opuestos al evangelio;
  3. ponen en peligro la fe de los cristianos; y, por supuesto:
  4. aquéllas que precisen de ayuda, visita y redención de personas encarceladas. 
Actualidad.
Ya no importa si la persona encarcelada es cristiana o musulmana ni si es creyente o no siquiera. No importa si está en prisión por un delito de tal o cual calibre o por algo incluso innombrable. Tampoco hay diferencias por ningún otro motivo porque… esa PERSONA tiene su historia,  tiene su dignidad… inmensamente maltrecha, degradada tanto por sí misma como por acción de otros agentes, es alguien que ha sufrido y sigue padeciendo lo opuesto al Evangelio, es un ser humano que precisa ayuda, necesita ser reconocido como es y precisa ser redimido, liberado de cuanto le fue llevando al punto en el que ahora se encuentra. Esa persona… es hija de Dios y hermana nuestra.
Hoy conocemos  algo que se llama la “Pastoral penitenciaria” y ésta existe “porque Dios es sensible al ser humano en todas sus limitaciones, penurias, sufrimientos y esclavitudes”.
El voluntariado de esta pastoral trata de ser fiel a la llamada del “otro”, del Cristo roto que se presenta ante el mundo en esa realidad humana del que ha sido juzgado, condenado y encarcelado. Hace vida aquello de “estuve preso y me visitaste”… y traduce en su existencia lo que aquel samaritano con el hombre maltrecho, apaleado por unos, ignorado por otros pero atendido por quien se le acercó, le atendió en sus primeras necesidades y le acompañó con actitud solidaria en su proceso de rehabilitación.
Así es hoy la acción de la Iglesia Cristiana Católica a través de la Pastoral  Penitenciaria, la Orden de La Merced especialmente, otras comunidades cristianas o hermanos de buena voluntad que atienden hoy el grito del abatido que no es otro que el de Dios mismo hecho carne en el que vive privado de libertad.
La Merced nos interpela.
La cárcel, prisión, centro penitenciario… o “trullo” no es más que la expresión palpable del fracaso de una sociedad que huye de la invitación a vivir la fraternidad a la que está llamada; es el resultado del afán excluyente y darwinista de nuestro sistema para el que la persona no cuenta si no es en función de la productividad y el utilitarismo mercantilista en el que el ser humano no deja de ser un número más.
La persona encarcelada tuvo una familia, se crió en un barrio, pueblo o ciudad, perteneció a alguna parroquia y era ciudadano de tal o cual ayuntamiento… hasta que el escalón de su escalera en el que se aupaba se rompió y fue golpeándose en cada peldaño mientras caía… hasta verse en el pozo en el que ahora se encuentra.
Podríamos  preguntarnos si “esos muros y rejas que ahora le envuelven y nos separan de ella son, en realidad, más fáciles de vencer que nuestras reticencias a reconocerle como hermano o hermana”. Si cada cual se contestara con honestidad a sí mismo esta cuestión quizás tendríamos que reconocer que “esa dureza de corazón que padecemos es la misma causante de la cadena de desgracias que le llevó a dar con sus esperanzas rotas en un triste chabolo”.
No es por lo tanto cuestión de simple “caridad lastimera” traducida en migajas sino de la verdadera “caridad cristiana” que se traduce en actitudes de justicia, de perdón, reconciliación, consideración de todo ser humano –por encima de toda apariencia, actitudes, hechos,…- como hijo de Dios y,  por lo tanto, hermano nuestro, con todas sus consecuencias.
La persona encarcelada, la persona privada de libertad, sigue teniendo hoy una familia, ¿cómo la apoyamos y acompañamos?. Tiene, por lo tanto, un domicilio en la calle, está en un barrio, población,… pertenece a una parroquia, ¿le consideramos un vecino más, nos interesa su situación, le acogemos?.
Planteémonos este asunto en nuestras asociaciones de vecinos, en nuestras parroquias y comunidades cristianas, en nuestras plataformas sociopolíticas o de participación ciudadana del tipo que fuere… y no nos contentemos con cuatro palabras, salgamos al encuentro del malherido botado en la cuneta de los caminos que llevan a la privación de libertad porque… allí está Él, con toda seguridad.

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